La imagen de Froilán venía a mí en los momentos de escasez o cuando
por la calle veía pasar sobre ruedas de biciclo un bronceado vendedor de
pescado.
Entonces la imagen de aquel pescador singular
llegaba con toda la fuerza de su expresión vital. Reluciendo con el salitre de
la tarde, entre redes y agujas, los rasgos de una mezcla racial en lo
que el negro había puesto todo su vigor de ébano. Sin embargo,
Froilán carecía de labios pronunciados y carnosos y acaso por
ello alguna vez lo llamaron culi.
Tampoco sus ojos eran desmesurados, pero en ellos
parecía estar suscrita toda la latinidad de una tristeza con nexos esclavistas
muy lejanos. Su mujer traslucía ascendencia hispana y su apellido
parecía estar conectado con el primer habitante de la isla.
No era muy alto el hombre y su andar era
lento y parco como su palabra. Según
los habitantes de aquella Isla era un "hombre con suerte"
protegido desde su pectoral por una diminuta
"reliquia" forrada con cuero brillante y preparada
por uno de los mejores ensalmadores de Costa Firme. Ella era capaz de
inflar las redes del pescador y repetir
el milagro de Jesús cuando se fue a la mar con los primeros apóstoles.
Los "lances" de
Froilán eran célebres en la Isla. Nadie parecía igualar su suerte de abarcar
tantos peces con tan pocas redes. La ranchería estuvo siempre repleta de
lebranches y jureles, de sierras y tahalíes y en los
aposentos el pescado reseco por la sal y el
sol embriagaba tanto como el salpreso que sobre el entarimado dejaba
chorrear la salmuera corrosiva. Era un olor fuerte, penetrante, que vigorizaba
los pulmones y nos hacía elucubrar maradas de riquezas, El pescado por
arroba valía mucho y el dinero circulaba a profusión entre los pescadores. Había ron y cerveza en abundancia y el
resplandor de la cohetería iluminaba los cielos de las noches.
Pero una
vez vino la desgracia. La reliquia de Froilán desapareció de su pecho y nunca más
los trenes volvieron a tierra con la fauna
preciosa de otros días. Froilán se fue sumiendo cada día en el letargo de la superstición y confuso
e irredimible se sentaba al pie del faro sobre el cerro a contemplar los
mares desolados. Froilán se fue acabando como una vela a llama lenta en la
oscuridad inquietante de las noches de
insomnio. Nadie más pensó en el y su imagen se fue desvaneciendo
a medida que surgían otros nuevos y prósperos
pescadores. Froilán no está. Se apegó tanto a la fe de su reliquia que
ya no existe sino en el recuerdo de aquel niño que saltaba entre montones de
pescados bajo la enramada de la espaciosa y bulliciosa ranchería para
ver donde estaba el más gordo y ensartarlo por la boca y luego rumbo a
casa silbando una melodiosa canción de
despedida.
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