Reinaldo
González Guevara ha escrito su sexto libro o, digámoslo mejor, su sexta
plaquettte, dedicada a ese gran tesoro de la humanidad que son los
niños, dueños de un lenguaje muy particular utilizado por el autor para poder
llegar hasta ellos, tal cual como lo hicieron en su tiempo Carlos Grim, con
Pulgarcito y el Reino de las abejas; Hans Christian Andersen, con Las pequeñas
sirenas y Los soldaditos de plomo; Jaime Sthephens, con sus inolvidables
cuentos de hadas, Lewis Caroll, con
las Aventuras de Alicia en el
país de las maravillas; Charles Perrault, con Caperucita Roja y Antoine De
Saint Exupery, con aquel Principito que vivía en un asteroide muchísimo más
pequeño que Plutón, al cual los astrónomos acaban de sacar del sistema
planetario, porque los chicos por
fantasear tanto no tienen cabida en el sistema planetario donde brilla ese Dios
Sol que sentenció al Gigante Dormilón, acusado por las avispas, de vender los
aerosoles que atentan contra la capa de
ozono.
Y
así como ellos, hay otros tantos como Reinaldo, metidos en la literatura
infantil, asumida siempre como un canto a la vida de los héroes y de los seres
naturales, mágicos y divinos que pueblan los mundos del universo. Bien es sabido que nada mejor para llegar al
alma en cualquiera de sus momentos, que el canto en forma de música y poesía y
estos cuentos brevísimos de Reinaldo, evocadores del ingenio fabuloso de Esopo,
tienen mucho de ello, lo cual se percibe al ritmo de la lectura del texto que
es cutícula de anécdotas ingenuas que el niño convierte en leyendas o mitos de
su fantasía.
“La
Avispa y el Gigante Dormilón” primero de su semana de cuentos, tan bien
conjugados en las ilustraciones de María
Elena Jansen, toca sin llegar a perder su calidad de tal, un tema muy vigente
en nuestros días como es la presencia y manejo de esos químicos llamados
aerosoles que como los gases orgánicos de automóviles e industrias, vienen
afectando la capa de ozono que nos protege contra los rayos ultravioletas.
Se
evidencia en este cuento las bíblicas, históricas y tradicionales luchas de los
pequeños contra los gigantes que Jonathan Swift plantea muy bien en “Los viajes
de Gulliver” por el imaginario país de los liliputienses que aunque es la
sátira de un irlandés contra la sociedad inglesa, se apoya en la fantasía de
una imaginación extraordinaria y es que los gigantes son hombres enormes y pesados
que no pueden competir con la agilidad de una avispa, por ejemplo, de allí que
tan diminuto y dulce insecto sea capaz de vencer a un gigante aunque éste
además de su descomunal tamaño se refuerce con otras armas. Tal es el caso del vendedor de aerosoles o el
caso ya en otros términos más sublimes, del Colibrí que conquista el amor de
una flor. Una flor tan espléndidamente
dimensional capaz de aprisionarlo con sus pétalos; sin embargo, el Colibrí con todo
y ser el ave más diminuta de la avifauna, puede volar hacia atrás, vibrar como
la cuerda de una guitarra y embriagarse de amor con el néctar de una flor tal
como lo cuenta Reinaldo en su
plaquette.
Él
cuenta también la proeza de un mago que lanzó al espacio un balón de múltiples
colores. El balón no pudo sostenerse
allá arriba y regresó a sus manos.
Inconforme el Mago. Inconforme el
Mago, repartió los colores ente lo niños para que ellos impregnaran las retinas
de sus ojos más allá de sus descendientes.
De allí que los colores ejerzan una fuerza de atracción sobre los niños
y pretendan ellos con su ingenio atraparlos como bien lo hace el arco-iris al cesar
la lluvia. En esa tarea inacabable ellos
utilizan una paleta de pintura, un prisma o un calidoscopio parecido a uno de
esos catalejos que utilizan los piratas de los galeones para ubicar sus
objetivos que no son precisamente los colores acaso porque los piratas
depredadores no saben de colores aunque sean los galeones los mejores lugares para
divisarlos entre el mar, el cielo y el horizonte transformados en arco-iris, en
crepúsculos y en las infinitas lunas de
las galaxias, allá donde una niña soñadora
llamada Estrella, cazó con su
gancho de pelo un lucero que luego la magia del sueño convirtió en vistoso
papagayo o “Papalote” como lo llama Juan Rulfo en “Pedro Páramo”: “Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes,
cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del
pueblo mientras estábamos encima de él, allá en la loma, en tanto se nos iba el
hilo de cáñamo arrastrado por el viento”.
Como
vemos, Susana y su compañero tenían su patio que eran las lomas, para jugar o
elevar sus papalotes. Todos los niños
tienen su patio para jugar y echar a volar sus volantines, para batear,
incluso, los frutos del limonero más
allá de la cerca del vecino o echar a navegar en el jagüey barquitos de papel a bordo de los cuales se puede navegar aunque
sea en sueño como lo hacía Alejandro Otero cuando era niño en su modesta casa
de bahareque y techo de palma allá en Upata. Cuando llovía –me decía- se hacían
con las goteras unos pocitos en los cuales Alejandro echaba a navegar su fantasía
infantil traducida en ingeniosos barquichuelos de papel o como cada día lo hace nuestro buen amigo Reinaldo González,
que nunca ha perdido su calidad y condición de niño para crear su propio Orinoco y poder con la
falca de su fantasía llegar hasta
ustedes los chicos que son siempre un puerto abierto y seguro, generoso, amable
y feliz.
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