jueves, 17 de abril de 2014

DE RÍAS poemario de René Silva Idrogo



            René ha escrito dieciocho obras literarias, de las cuales ha dado a conocer trece, incluyendo ésta, la más reciente, que vamos a librar ahora del pecado original.  Porque, como las criaturas, también las obras humanas despiertan a la vida con la bíblica culpa de la tentación.  En este caso, la obra de René es el producto de ese estado de enervación del hombre que lo hace sucumbir ante el bocado que para los poetas significan las manzanas del tiempo y de la vida.
            La poesía tiene raíces como los árboles me dijo en cierta ocasión el poeta Méliton Salazar y si tal afirmación es válida, esos árboles tienen frutos que pueden ser buenos o malos, tal vez como el árbol del  bien y del mal, capaz de tentar a quien se sienta atraído por un misterio que luego habrá de disfrutar y padecer.
            Escribir un poema es como compartir con Eva la manzana del Paraíso, es por lo tanto, enfrentar el riesgo que significa demoler las barreras que guardan como hidras de Lerna los enigmas de la vida impuestos por el Creador a todos cuantos quieren imitarlo o hasta emularlo.
            Dios es el Cosmos y en cada poema arde con la sordina del humo el ascua de una estrella que el padecimiento del alma va transformando en canto.  En canto que luego se difunde tanto cuanto innata sea la pureza de quien gravita en el espacio infinito de la existencia.
            La poesía es el producto de una emotiva tentación irresistible que al final se padece y que en su misma esencia se advierte ese padecimiento como cuando, por ejemplo, el poeta  atrapado por el crujiente discurrir del río, expresa: “Pero si cruje de dolor bravío / entonces van su corazón y el mío / hacia el lejano mar que es llanto y nieve”.
            El poemario de René Silva, distinguido con el primer premio por el Jurado de un certamen literario patrocinado por la Federación Médica Venezolana, editado con prólogo de su presidente el doctor Douglas León Natera, consta de dieciséis poemas vertidos en 72 páginas.  Poemas dispersos, pero que guardan una relación íntima, existencial, donde la técnica en algunos casos está signada por el momento crítico de la creación.
            El libro comienza con tres sonetos que marcan la cadencia y el ritmo de los subsiguientes que son poemas libres muy expresivos y termina con una noche en vela, una vigilia, donde la imaginación se confabula con todos los fantasmas para eliminar no importa el largo de la vida, los rastros de la memoria: “Para que vivir tanto si de pronto quedamos sin recuerdos”.
            También, no obstante la dispersión, están unidos los poemas por el cordón umbilical de la propia estética y sensibilidad de quien se apoya en la poesía para expresarse y de esta manera, al voltear de cada página, van surgiendo por azar, después del Río, la eterna María que se consume diligente en su único espacio sin luz dejando en el corazón del poeta la nostalgia de su ausencia en cada vigilia.  Y la vigilia como  insomnio permanente puede, sin embargo, encontrar en cada recodo del Río Padre o del Mar de Margarita o del azul de Yaracuy, un remanso ideal para el anclaje y poder como Daniela, “cabalgar el viento indómito de azúcar” o pronunciar con Maryoli cada vocal como una Jota que se agota “cansada de tanto llamar a Ana” ¿a Ana?, a Carmela, quien como  una i camina descalza por la hierba, seguramente, para no despertar el sueño de la Rosa que el poeta  cultiva en su jardín espiritual, sabe Dios desde que momento.  Por su  sociología, quizás,  tuvo que ser en un momento de circunloquio, en la calle, en la Universidad o en el Parque donde los lirios muy de mañana bostezan y sacuden el frío de la vieja tristeza.  De esa tristeza cuyos tentáculos alcanzan a todo el mundo de algún modo a pesar de la bebida espirituosa que le insufló bríos a Jorge Luis Borges para descubrir el Aleph en el décimonono escalón del sótano de la morada de  Carlos Argentino para dárselo como trofeo a John Sampson el día en que se creyó el punto donde convergen todos los puntos del orbe.
            Hubo un día también en que el poeta lo vio solo como  árbol cubierto con  sudario de lágrimas infinitas, confundido en el paisaje, sin que por nada lo sustrajera de su soliloquio íngrimo la voz portentosa de Richard voceando su coporo pescado con esparavel en el río poblado de atardeceres o de luces semejantes a las que ahora, a pesar de su infierno, estallan en Bagdad o alumbran el sepultado corazón de José Eugenio que al fin  se quebró sin que pudiera resistir a pesar de su proclama.  El viento negro, crespón infame, lo batió contra los olivos.  Y a pesar de la duda, René se sintió poeta para cantarle al trovador ausente como ahora le canta a su amada Silky.  Para ella también hay vigilia, señaladamente,  cuando se encienden los cocuyos.
Américo Fernández
Casa de la Poesía, viernes 9 de julio de 2004.

           

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