René
ha escrito dieciocho obras literarias, de las cuales ha dado a conocer trece,
incluyendo ésta, la más reciente, que vamos a librar ahora del pecado original. Porque, como las criaturas, también las obras
humanas despiertan a la vida con la bíblica culpa de la tentación. En este caso, la obra de René es el producto
de ese estado de enervación del hombre que lo hace sucumbir ante el bocado que
para los poetas significan las manzanas del tiempo y de la vida.
La
poesía tiene raíces como los árboles me dijo en cierta ocasión el poeta
Méliton Salazar y si tal afirmación es válida, esos árboles tienen frutos que
pueden ser buenos o malos, tal vez como el árbol del bien y del mal, capaz de tentar a quien se
sienta atraído por un misterio que luego habrá de disfrutar y padecer.
Escribir
un poema es como compartir con Eva la manzana del Paraíso, es por lo tanto,
enfrentar el riesgo que significa demoler las barreras que guardan como hidras de
Lerna los enigmas de la vida impuestos por el Creador a todos cuantos quieren
imitarlo o hasta emularlo.
Dios
es el Cosmos y en cada poema arde con la sordina del humo el ascua de una
estrella que el padecimiento del alma va transformando en canto. En canto que luego se difunde tanto cuanto
innata sea la pureza de quien gravita en el espacio infinito de la existencia.
La
poesía es el producto de una emotiva tentación irresistible que al final se
padece y que en su misma esencia se advierte ese padecimiento como cuando, por
ejemplo, el poeta atrapado por el crujiente
discurrir del río, expresa: “Pero si cruje de dolor bravío / entonces
van su corazón y el mío / hacia el lejano mar que es llanto y nieve”.
El
poemario de René Silva, distinguido con el primer premio por el Jurado de un
certamen literario patrocinado por la Federación Médica Venezolana, editado con
prólogo de su presidente el doctor Douglas León Natera, consta de dieciséis
poemas vertidos en 72 páginas. Poemas
dispersos, pero que guardan una relación íntima, existencial, donde la técnica
en algunos casos está signada por el momento crítico de la creación.
El
libro comienza con tres sonetos que marcan la cadencia y el ritmo de los
subsiguientes que son poemas libres muy expresivos y termina con una noche en
vela, una vigilia, donde la imaginación se confabula con todos los fantasmas
para eliminar no importa el largo de la vida, los rastros de la memoria: “Para
que vivir tanto si de pronto quedamos sin recuerdos”.
También,
no obstante la dispersión, están unidos los poemas por el cordón umbilical de
la propia estética y sensibilidad de quien se apoya en la poesía para
expresarse y de esta manera, al voltear de cada página, van surgiendo por azar,
después del Río, la eterna María que se consume diligente en su único espacio
sin luz dejando en el corazón del poeta la nostalgia de su ausencia en cada
vigilia. Y la vigilia como insomnio permanente puede, sin embargo,
encontrar en cada recodo del Río Padre o del Mar de Margarita o del azul de
Yaracuy, un remanso ideal para el anclaje y poder como Daniela, “cabalgar
el viento indómito de azúcar” o pronunciar con Maryoli cada vocal como
una Jota que se agota “cansada de tanto llamar a Ana” ¿a
Ana?, a Carmela, quien como una i
camina descalza por la hierba, seguramente, para no despertar el sueño de la
Rosa que el poeta cultiva en su jardín
espiritual, sabe Dios desde que momento.
Por su sociología, quizás, tuvo que ser en un momento de circunloquio, en
la calle, en la Universidad o en el Parque donde los lirios muy de mañana bostezan
y sacuden el frío de la vieja tristeza.
De esa tristeza cuyos tentáculos alcanzan a todo el mundo de algún modo
a pesar de la bebida espirituosa que le insufló bríos a Jorge Luis Borges para
descubrir el Aleph en el décimonono escalón del sótano de la morada de Carlos Argentino para dárselo como trofeo a John
Sampson el día en que se creyó el punto donde convergen todos los puntos del
orbe.
Hubo
un día también en que el poeta lo vio solo como
árbol cubierto con sudario de
lágrimas infinitas, confundido en el paisaje, sin que por nada lo
sustrajera de su soliloquio íngrimo la voz portentosa de Richard voceando su
coporo pescado con esparavel en el río poblado de atardeceres o de luces
semejantes a las que ahora, a pesar de su infierno, estallan en Bagdad o
alumbran el sepultado corazón de José Eugenio que al fin se quebró sin que pudiera resistir a pesar de
su proclama. El viento negro, crespón infame, lo
batió contra los olivos. Y a
pesar de la duda, René se sintió poeta para cantarle al trovador ausente como
ahora le canta a su amada Silky. Para
ella también hay vigilia, señaladamente, cuando se encienden los cocuyos.
Américo Fernández
Casa de la Poesía, viernes 9 de julio
de 2004.
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