Jorge Luis Borges nacido en Buenos Aires iniciándose prácticamente
el siglo XX comenzó a tener resonancia
en su país a la edad de veinte años al declararse militante del Ultraísmo, un
movimiento literario surgido en España empeñado en
una renovación total del espíritu y de la técnica poética.
Y era que a esa edad de vigorosa adolescencia Borges
escribía poesía y ensayos y es en los años cuarenta cuando se
inicia en la prosa de ficción con "El
Jardín de los Senderos que se Bifurcan", "Ficción"
y "El Aleph", los más prominentes de su producción
literaria.
La mayoría de los textos de ficción de Jorge Luis
Borges acusan la peculiaridad de ser descriptivos y sólo en "Las
Ruinas Circulares " y parcialmente en "El
Jardín de los Senderos que se Bifurcan" encontramos una historia
de sucesión de acontecimientos en torno a un personaje.
Las Ruinas Circulares nos presenta una historia, la de un hombre que
sueña y anima a otro, para descubrir al final que él también está siendo soñado. Es un entrecruzamiento entre el
sueño y la realidad, en resumen, una narración sustentada sobre
postulados filosóficos que dan cuenta de las preferencias de Borges por el
idealismo y doctrinas gnósticas o indostánicas que ponen en duda la realidad o
la cuestionan.
Tal vez ese idealismo tejedor de situaciones
fantásticas domina en Borges desde su época de infancia cuando junto con su
hermana Norah, privados ambos de cierta libertad imaginaban amiguitos de los
cuales tertuliaban sobre sus cuitas y peripecias. Este ejercicio
constante de la fantasía cobró mayor fuerza cuando a causa de su ceguera física
comenzó a perder un mundo
que no se le objetiva sino a punta de bastón. Las Ruinas Circulares es
una narración ficticia en la que la acción está determinada por la
voluntad obsesiva de un soñador de
dormir para mediante el recurso del sueño imponerle un hombre a su realidad
circundante.
Quizás
este soñador venido de las aldeas del Sur indostánico donde el idioma Zend no
está contaminado de griego, era o se creía una suerte de taumaturgo, demiurgo o
de Dios, sólo que en vez de un paraíso estaba ante las ruinas enmontadas de un
antiguo templo donde en vez del Dios hombre se adoraba a un singular miembro de
la fauna. Un tigre o un potro, eso no está claro,
presidiendo aquel templo como sujeto de adoración e invocación sobrenatural.
El hombre después de
fondear en el fango su curiara de bambú encontró refugio en un nicho del templo
y allí alargó su sueño hasta donde
pudo (soñar despierto seguramente porque no se puede soñar a voluntad).
Y en la matriz de su sueño copuló hasta sementar el prodigio de un hijo.
Pero dice el narrador
desde fuera y en posición de omnisciente que el empeño de modelar la
materia incoherente de los sueños es lo más arduo que se pueda acometer y
siendo algo así como tejer una cuerda de
arena o amonedar el viento sin cara, el hombre venido del Sur experimentó
impotencia y se levantó en busca de ayuda ante la efigie para que
animara a su estatua modelada por las manos etéreas de sus sueños.
La efigie se reveló como
dios del fuego y le insufló vida al inmóvil
fantasma de sus sueños a condición de que lo enviara a otro templo
despedazado para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto.
Antes de nacer estuvo dos
años soñando a su hijo con vida y luego de entrenarlo en los ritos y peripecias
de la vida terrenal lo envió al templo como una proyección de su sueño, pero
siempre asediado por el temor de que algún día su hijo descubriera la
sorprendente verdad de su origen.
Un día dos remeros lo
sorprendieron con la noticia del mago de un templo capaz de hollar el fuego y
de no quemarse y temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera
de algún modo su condición de mero simulacro.
Cavilando sobre esta
posibilidad un día postrado ante el dios del fuego sintió los jirones de las
llamas flamear concéntricamente en una toma envolvente del templo, pero su
cuerpo no ardió como las ruinas y con alivio, con terror, comprendió
que él también era una apariencia, que
otro estaba soñando.
En este punto concluye el
cuento de Jorge Luis Borges, como ya hemos señalado con una sucesión coherente
de acontecimientos impulsados por una acción principal cual es la voluntad de
un hombre de imponerle a su realidad un ser producto de su sueño en cuyo
proceso surgen inevitables conflictos que se evidencian cuando el soñador ve en
un primer intento lo inasible de los suelos y luego ya vencido el primer
inconveniente se da cuenta que ha construido una escultura sin vida. El conflicto lo resuelve
invocando la sabiduría de la efigie que resulta ser el dios del fuego.
Este
es un hecho que suele darse en la vida real. Cuando el hombre se siente
inseguro, impotente para solucionar su problema se apoya en lo sobrenatural. De
aquí que Borges identifique su cuento con el nombre de "Las Ruinas
Circulares" porque evidentemente se ambienta en el ruinoso redondel de un
templo y también, ya en términos figurados,
porque el hombre se apega en última instancia a los residuos de sus
creencias ancestrales.
Es, ya lo hemos señalado
al comienzo, un cuento de ficción con un fondo
filosófico religioso, de estructura lineal, narrado en tercera persona,
puesto que el narrador se ubica fuera de los hechos.
Podríamos conectar el
mensaje del cuento con la religión zendavesta, creada por Zoroastro o
Zaratustra. En el libro de F. Nietzsche "Así hablaba Zaratustra" se dice que
"Dios ha muerto" quizás no en el sentido literal de la palabra sino
en la intención de dirigir la atención del hombre hacia su propia fuerza o
energía interior en capacidad de poder alcanzar lo que por virtualmente
imposible requiere del socorro sobrenatural.
Esta consideración la
afianzamos en dos puntos claves del cuento: cuando el narrador dice que el
hombre venía del Sur de una aldea donde el idioma Zend no está contaminado de
griego y cuando inserta entre paréntesis
(Más le hubiera valido destruirla) refiriéndose a su obra que el soñador
quería destruir antes de buscar ayuda ante la efigie para que tuviera vida.
Quiere decir que el
soñador habría estado más conforme con la filosofía Zend sí en vez de buscar
ayuda ante una efigie hubiera destruido la obra que fue incapaz de completar.
El fondo
filosófico-religioso del cuento tendría que ver con la autenticidad. Ante todo,
la autenticidad para lograr ser hombre, y en otra instancia al
superhombre, del que habla Nietzsche, lo cual no significa nada distinto en
recuperar los valores. El hombre debe
ser superado y no se puede conformar en dejarlo todo en las manos de Dios,
porque cuando ello ocurre se corre el albur de quedar atrapado bajo las ruinas
circulares.